martes, 14 de febrero de 2012

De vuelta a Baiona


Llueve. Es normal. Estamos en Galicia. A pesar de las gotas salimos del coche. Por suerte no hace frío. Pero sí hay un viento fuerte. Desde luego. Estamos en la costa Atlántica. Y es invierno. Andamos hacia la puerta de la entrada. Para nuestra sorpresa el camping está abierto. ‘¿Podemos entrar?’ preguntamos al hombre que está en la casita de la recepción. El también muestra sorpresa. ¿Qué queréis hacer?’ ‘Nada, solamente mirar.’ Indiferente mueva la cabeza afirmativamente y continua leyendo su periódico.

Reconocemos la cantina del camping. No ha cambiado nada. La piscina sí ha cambiado. Han puesto un tobogán con colores llamativos. ‘¿Recuerdas donde estaba vuestra tienda?’ pregunto. ‘No lo recuerdo exactamente; estuve aquí varias veces, también después de nuestro encuentro. ¿Y dónde estaba vuestra tienda?’ ‘Recuerdo que estuvimos en un campo sin árboles. Debe haber sido allí, a la entrada del camping.’ Lentamente seguimos caminando. La verdad es que el camping es casi ideal. A tres lados hay agua. A la izquierda la playa. A la derecha el estuario de la ría. Al frente un cabo. Volvemos en la dirección del coche. Ahora tenemos el viento de cara, que hace la llovizna más desagradable. ‘Vamos allí para ver la playa,’ propongo. Andamos entre dos bungalós y vemos la playa que en una larga curva se extiende hacia el puerto de Baiona.  Allí, en algún sitio, debe haber sido. La fogata. Hace tanto tiempo. El verano de 1983.  

Todavía tan joven. Tan ingenuo. Estuvimos de vacaciones con Interrail, mi amigo Wybe y yo. Un mes podíamos viajar ilimitadamente con tren por Europa. Habíamos estado en Barcelona. Después fuimos a la fiesta de San Fermín en Pamplona. Y al fin llegamos a la costa occidental de Galicia. Un camping agradable. Descansar en la playa. Pero después de unos días la intranquilidad ya tomó posesión de nuestros cuerpos tan jóvenes. Si tienes derecho de viajar ilimitadamente, tienes que hacerlo. En la estación de Vigo compramos dos reservas para un tren a algún lugar lejano. Como despedido cenamos pulpo en Baiona y nos acostamos pronto en nuestros sacos de dormir. El tren saldría pronto por la mañana. A las doce de la noche unas voces nos despertaron. Eran las chicas de Asturias de la tienda roja en frente de la nuestra. ‘¡Hay una fiesta en la playa! ¿Queréis venir? ¡Y llevad vuestra guitara!’ Nos vestimos rápidamente. En la playa el fuego de la fogata pintaba la arena roja. Nos sentamos y empecé  una conversación con una chica del Bierzo. ¿El Bierzo? Más tarde esta noche saqué las dos billetes del tren de mi cartera y dije: ‘Wybe, voy a tirar ahora los tickets en el fuego, ¿vale?’ Wybe interrumpió un momento tocar la guitara para responder: ‘Me parece muy buena idea.’ Era un gesto de la muñeca casi indiferente con lo cual hacía que los billetes revoloteaban de mala gana hacia el fuego. Un acto muy sencillo que, casi 25 años más tarde, daría un giro inesperado a mi vida. Desde luego también había otros momentos decisivos. La decisión de llevar la pesada guitara por toda Europa, por ejemplo. Sin guitara nunca habríamos sido invitados a la fiesta en la playa. Y la decisión de venir a España. La decisión de ir a acampar aquí en este camping, en esta costa tan desconocida. La decisión de  …..


Ana me sacude el brazo. ‘¿Qué? ¿Sigas mirando la playa para siempre? ¡Vamos! ¡Comemos mariscos en Baiona!’ Abrazados salimos del camping.


Originalmente escrito en holandés en diciembre 2009, ahora traducido para celebrar San Valentín de 2012


jueves, 9 de febrero de 2012

Parecidos y prejuicios


En 1992 trabajé un verano en el camping Can Banal en los pirineos de Catalunya. Era (y todavía es) un camping en el que tanto la plantilla como la clientela eran completamente holandesas. En julio y agosto venían las familias holandesas para disfrutar las vacaciones de verano en este camping tan hermoso, verde y espacioso. Durante los otros meses apenas había gente; para frustración de los dueños los españoles (catalanes en este caso) preferían ir a los campings rebosantes de sus compatriotas en la región. En el último fin de semana de agosto venía un grupo de españoles a acampar. Ponían sus tiendas y después se sentaban en la terraza para pedir bebidas y algunas bolsas de patatas fritas y pipas. Consumieron todo hablando con voces muy altas y después se fueron a dar un paseo. Dejaban la terraza cambiada. Las bolsas vacías estaban en el suelo, por todos lados había las cascaras de las pipas, las mesas estaban sucias de coca cola y los restos de las patatas fritas. Nosotros de la plantilla estaban mirando el desastre un rato con asombro y después nos poníamos a limpiar todo. ‘¡Espere un momento!’, nos rogó un turista holandés. Corrió a su tienda y volvió armado de una camera. ´Un recuerdo para casa’, nos explicó mientras hacía fotos de la terraza tan maltratada.

¿Por qué vengo ahora con esta anécdota? Este domingo leí una columna de Rosa Montero en El País Semanal en que escribió: ‘Somos el país que más piratea del mundo occidental, un récord penoso que creo que tiene su origen, al menos, en la falta de cultura social y colectiva de nuestro país, en la nula valoración de lo común, en nuestra dificultad para respetar al prójimo y nuestro individualismo exacerbado.’ Si todo esto fuera verdad, debería llamar la atención a un guiri viviendo en España. Desde luego hay diferencias. Pero también hay muchos prejuicios. La verdad es que las diferencias en España misma entre las diferentes capas de la sociedad son más grandes que las diferencias entre españoles y holandeses de la misma capa social. Se trataba en el camping de un grupo de jóvenes, y no me gustaría asumir la responsabilidad de los joven holandeses en las costas españolas. Pero en este blog lo veo como mi tarea de describir las cosas que me sorprenden en El Bierzo y esto son sobre todo las diferencias, aunque de vez en cuando exagero un poco (esto del turista con la camera, vale, lo admito, lo inventé para añadir un efecto dramático, pero esto entre paréntesis).

Para ver algunas diferencias entre la cultural social y colectiva en Holanda y España vamos al espacio público por excelencia: un bar. En España es normal tirar cosas al suelo en los cafés, aunque ya está desapareciendo esta costumbre. Estoy en favor de que los suelos de los bares españoles tradicionales sean reconocidos como patrimonio mundial por el UNESCO. Veo una diferencia en la tolerancia a los móviles. Utilizar el móvil en compañía parece ser totalmente aceptado. Hasta en las mesas de un restaurante se puede ver personas hablando en voz alta con el pariente o amigo que por mala suerte justamente tenía que llamar cuando servían la comida. Creo que en Holanda es más costumbre de ir afuera para contestar una llamada. Vale, en Holanda también se habla mucho con móvil, en el transporte público por ejemplo. Por esto hay en los trenes algunos Stiltecoupés (vagones de silencio) para gente que quiere leer, estudiar o dormir durante el viaje. Seguramente que en un futuro lejano el Vagón de Silencio va a ser parte del patrimonio mundial del UNESCO. Una gran diferencia veo con la aceptación de la ley antitabaco. En España está respetada completamente. En Holanda cada vez hay más bares dónde se fuma, sobre todo por la noche. Entonces, en este caso se ve en Holanda más falta de cultura social, digo yo. Además veo sobre todo semejanzas. La gente bebe algo, lee el periódico, habla, ríe y quiere ser feliz. ¡Que aburrido! La próxima vez voy a buscar más diferencias y exagerarlas un poquetín, ¿vale?

Ahora a pagar. Me levanto de mi mesa con el vaso vacío en mi mano que pongo en la barra, como suelo hacer en Holanda. La camarera me mira como si quiera robarla el puesto de trabajo.